martes, 30 de abril de 2013

Por puro accidente

Te he conocido por puro accidente. Cuando estaba sólo dispuesta a dejarme llevar por la rutina, apareciste en la ventana de mi carro, cual renegado, pensando que te llevabas el mundo por delante, que te lo comías con las manos. No estaba impresionada, los hombres como tú, no me generan nada llamativo, ni me revolotean las hormonas, solo me dan lástima. Inmediatamente imaginé tu vida, vacía, desdichada, triste y sola. Yo seguí mi camino y pronto desapareciste de mi vista.

Llegué al trabajo, como de costumbre. Muchos contratos, reuniones y muchas llamadas. Pasaste a ser como ese montón de gente que va en las calles, que sabes que nunca volverás a ver. A la hora de salida, (aunque siempre suelo quedarme hasta tarde, justo ese día, algo se presentó), bajaba las escaleras y para mi sorpresa ahí estabas, parado junto a tu auto deportivo, esperando por alguien. Me reconociste, te reconocí. Justo venía bajando la mujer que estabas esperando, tu hermana. Ella y yo nos despedimos con afecto, con ese afecto que crece cuando compartes la mitad de tu día, todos los días con la misma persona. Te presentó, "Fulano de Tal".

Eres más caballeroso que lo que reflejas. Tienes esa personalidad de adolescente rebelde, que pensé que a tu edad ya se ha superado y no me agradaste, eres arrogante y pedante. Esa misma noche coincidimos en un bar, dónde suelo ir con mis amigas. Sentí que tus manos sostuvieron fuerte mi brazo y me halaste hacia a ti. Esa siempre ha sido tu forma de hacerle ver a las mujeres que cuando te interesan, “no nos podemos resistir”. Pero te equivocaste, no soy igual que las demás. Rápidamente reaccioné, solté mi brazo de tus manos y te grité, Suéltame.  Disculpa, solo quería saludarte, me respondiste. De una forma avergonzada y sumisa buscaste que bajara la guardia para ver como atacabas por otro lado, ese lado dócil que solemos tener las mujeres.
Pasaron los días y mágicamente siempre nos encontrábamos. Me mandabas "románticos" regalos con tu hermana, insistentemente. Eso si debo reconocértelo, sabes insistir. Pareces sacado de una de esas películas de cómo conquistar a una mujer en 10 pasos, y ese ego tan elevado que tienes, te ayudó a creerlo posible, de tal forma, que lo lograste.

Acepté una noche salir a cenar contigo. Después se hicieron más constantes las salidas; ninguno de los dos nos atrevíamos a llamarlas “citas”, me negaba a aceptar que quizás una parte de mi le gustaba la idea de que fuéramos algo mas. Dicen que en la constancia está la clave, y creo que es algo que sabes muy bien. Tus cosas, tus caballerosidades, tus gestos, tus detalles, tu hombría, tus testarudeces, tus tonterías, tus locuras, tu risa, tu mirada, creo que todo eso jugó un papel fundamental, se fundieron entre si y lograste enamorarme.

Nos enamoramos como dos adolescentes, como dos niños que juegan al papá y la mamá. Inocentes, juguetones, flechados, bobos, cursis. Eran de esos amores enfermizos, de la muchacha buena y el tipo malo, de el busca pleitos y la colegiala, de amor-odio. Pero nos amábamos, era un amor que quizás solo nosotros entendíamos.

Pero como todo amor dramático, tortuoso, doloroso, traumático y atropellado, llegó a su fin. Decidimos dejar las cosas ahí. No por falta de amor, sino por falta de fuerzas, por falta de fe. Nos hicimos daño, no nos perdonamos, nos herimos y sufrimos, lloramos y sobre todo, cambiamos. Te fuiste lejos del país por mucho tiempo, para aclarar tu mente, para calmar los recuerdos, para dejar descansar un poco el alma.

Cuando regresaste ya ni la ciudad era la misma. Habían nuevas estructuras metropolitanas, nuevos lugares de recreación y nuevas personas en mi vida. Nos topamos en un evento social. Estabas acompañado de tu hermana, yo andaba sola y cuando nos vimos, los recuerdos se estrellaron contra nosotros, como las olas del mar cuando rompen en las rocas. Y una sola mirada bastó para decirnos lo que por años se había acumulado como montaña de polvo en nuestros adentros.

Te acercaste y nos saludamos, con más miedo que vergüenza. Me abrazaste y te abracé, cerré los ojos por un momento y recordé aquel día en la playa, donde pasamos una de las tardes más hermosas de mi vida, y con un suspiro se abrieron mis ojos y salimos al balcón. Hablamos mucho de nuestras “nuevas” vidas, de esa persona que estabas conociendo que te ayudaba a sanar tus heridas y te sentí tan distante, como si fueras un completo extraño. No sé a quién y no sé cómo se nos ocurrió la idea, fuimos esa misma noche a la playa donde habías estado aquella vez y habíamos sido tan felices. Fue un momento más de pasión y curiosidad, que de amor. Sentimientos, que esta vez, eran muy diferentes a los que nos impulsaron aquel día. Confirmo la frase que dice, "Al lugar donde se ha sido feliz no se ha de volver...".

De regreso a casa, el camino fue acompañado de un silencio desgarrador. Te pedí que pararas tu carro en la calle, sentía que me ahogaba. Y aunque llovía fuerte afuera solo necesitaba respirar. 

Sin mirarme me dijiste, pensé que todo sería igual que aquella tarde en la playa. Y antes de salir de tu carro, te respondí, solo que esta vez, llovía. 

Me desmonté y sólo caminé. Recuerdo que lloré mucho, con rabia e impotencia, y solo dejé que la lluvia cayera sobre mí.